Se llamaba Loredana y la conocí hace cuatro años en un burdel de la calle Atocha, en Madrid, al que llegué con Luis Buitrón, otro mexicano perdido en la capital española. En esa ocasión me dijo que su nombre era Estela.
Yo estaba por dejar Madrid. Recuerdo que era diciembre, hacía frío y ésa sería una larga semana de despedida, recorriendo día y noche mis barrios favoritos: Lavapiés, Chamberí, Tribunal, Moncloa y Argüelles. Para que no te olvides de Madrid, decía Luis Buitrón cuando estábamos borrachos. Luego cantábamos el Madrid de Agustín Lara al caminar por Gran Vía en busca de alguna china que vendiera arroz con pollo en la madrugada.
Aquella noche, Luis Buitrón me dijo que no podía marcharme sin visitar a las diosas del amor. Le dije que no tenía dinero suficiente para pagar una chica. Pero él, que tenía dinero pues su padre era un próspero abogado, me dijo que invitaba.
Cerca de las dos de la mañana entramos al edificio número 42, próximo a la plaza de Benavente.
Subimos al cuarto piso, tocamos el timbre rojo y de inmediato nos abrió la puerta una rubia tetona, como de cuarenta años. Era guapa, fumaba un cigarrillo blanco muy largo y vestía sólo una bata roja. Nos hizo pasar con una gran sonrisa que la hizo ver muy bella. La adivinamos rusa por su acento. Estaba descalza. Seguramente alguno de nosotros pensó en escogerla.
El departamento donde se encontraba el burdel era un largo pasillo tapizado de verde, con piso de madera y varias puertas. Se veía limpio y elegante. La mujer, que dijo llamarse Reina, abrió una puerta y nos hizo pasar a una recámara amplia, con vista a la calle, que probablemente había sido la sala en otros tiempos. Dentro había jacuzzi y un pequeño bar que lucía ridículo junto a la cama kingsize que se reflejaba en un espejo casi tan grande, colocado en el techo.
Nos ofreció algo de beber. Le pedimos dos whiskys con agua mineral. Mientras preparaba los tragos nos avisó que en un momento vendrían las chicas. Asentimos imaginándola desnuda en el espejo del techo.
La puerta se abrió y empezaron a desfilar ante nosotros varias mujeres. Se acercaron a saludarnos, nos daban dos besos en la mejilla, decían su nombre y se colocaban en fila, frente a nosotros. Casi todas provenían de Europa del Este, excepto dos morenas que adiviné peruanas. Vestían negligés transparentes, menos una, Loredana, que lucía como cualquier chica normal, con jeans, tenis blancos y un suéter que en letras grandes decía Tommy Hilfiguer.
Ya que Luis Buitrón patrocinaba la visita al burdel, le dejé escoger primero. Ni hablar, me dijo, haciendo tintinear los hielos de su whisky. Tú eres el que se va.
Tal vez fue su apariencia de no-puta lo que me hizo escoger a Loredana por encima de las demás, incluso de Reina, que para entonces ya sabíamos que no sólo era la madame, sino que también se prostituía (Buitrón escogió a Reina sin poder ocultar su satisfacción).
Las demás chicas fueron saliendo del cuarto hasta que quedamos los cuatro. Buitrón sacó la cartera y pagó a Reina por una hora cada uno. Loredana tomó mi mano y me llevó a otro cuarto, menos espacioso y elegante, pero con dos espejos grandes, uno en el techo y otro en la pared, casi al pie de la cama.
Para romper el hielo le pregunté de dónde era. Contestó que de Rumania. Había nacido en Bucarest y acaba de cumplir los mismos años que yo: veinte. Tenía tres meses viviendo en Madrid. Antes estuve en Málaga, dijo con un tono que me pareció triste. Ella me preguntó por mi acento y se sorprendió al saber que era mexicano. Jamás he conocido a un mexicano, dijo. Ni yo a una rumana, le respondí. Mencionó varias telenovelas, especialmente María del Mar, interpretada por Thalía y que veía todos los días en Bucarest.
Mientras se desnudaba, me reprochó que los mariachis siempre lloraran por una mujer. Yo respondí que muchas cosas de México tampoco entendía, pero acepté que alguna vez había llorado por una mujer. Le comenté que vivía en Madrid desde hacía dos años y que regresaba a México el siguiente domingo. ¿A qué te dedicas?, me preguntó. Soy estudiante, dije algo apenado, porque eso era aceptar que vivía de mis padres. Recordé que había estado más tiempo en la calle que en las aulas. No quise ser como esos hombres que usan a las prostitutas para confesarse, así que le dije que Rumania me sonaba a Transilvania, Drácula y a dos escritores. Insistió en que le dijera sus nombres. Uno se llama Tristán Tzara y el otro Emile Ciorán, le dije. No los conozco, pero han de ser importantes para que un mexicano hable de ellos, respondió mientras se subía a la cama y dejaba ver el movimiento de su cuerpo delgado y firme. Entonces me acordé de un programa deportivo donde mencionaron que Nadia Comaneci, la famosa gimnasta del 10 olímpico, era de Rumania. Te pareces a Nadia Comaneci, le dije. Ella, que estaba muy cerca de mí, sonrió. Nadia es una mujer muy bella, en Rumania la nombraron Héroe Socialista del Trabajo muy joven, ¿sabes?, pero huyó a los Estados Unidos cuando la Revolución. Sus ojos se ensombrecieron. No lo sabía, le dije. La verdad era que no sabía de qué revolución hablaba. Le toqué la mejilla y la atraje hacia mí.
Hicimos el amor dos veces. Su piel suave me impedía apartar mis manos de su cuerpo. El color miel de sus ojos, de apariencia sumisa, atrapaban mi atención. Toda ella olía discretamente a talco. Eres muy hermosa, le dije. Ella sonrió, fue hacia su bolsa y sacó dos cigarrillos. Me ofreció uno. Fumamos en silencio.
¿Por qué me escogiste?, me preguntó al cabo de unos minutos. Había chicas más guapas que yo, más tetonas, dijo apretando sus senos. A los hombres les gustan tetonas y nalgonas, les gustan guarras, eso lo sé, dijo. Algunas veces, le respondí. Te escogí porque me gustó que no te vieras tan puta, sobre todo que fueras casi de mi edad, le dije dando una calada al cigarro. Ella se subió en mí y me dio un beso en la boca. Nos queda media hora, dijo, viéndome a los ojos y acariciando mi pene. El efecto del whisky y la cerveza habían acabado con cualquier resabio de fuerza. Vamos a esperar, le dije. Su cigarrillo estaba por terminarse. Te ves cansado, dijo. No pude reprimir una risa. Le conté que a parte de estar con ella, había gastado mi energía en algunos bares. Algo dije sobre la noche en Madrid. ¿Sales mucho en la noche?, preguntó. En Madrid creo que la noche no existe, es decir, nadie duerme, puedes salir a caminar a las cuatro de la mañana y encontrarás gente saliendo de cualquier esquina, contesté. Me gustaría salir una noche en Madrid, hace demasiado tiempo que no me divierto, dijo. Le pregunté si descansaba algún día de la semana. Sí, dijo, los viernes. Yo continuaba sintiéndome sin fuerzas, por eso le pregunté dónde vivía. Me contó que tenía poco tiempo de haberse cambiado con una peruana que también trabajaba en el burdel, en un departamento al sur de Madrid. Vivían con ellas otra peruana que trabajaba en un locutorio. Antes vivía con unas rumanas, pero una de ellas me robó. Loredana refirió que un día, al regresar del trabajo, encontró todas sus cosas revueltas, algunas prendas suyas habían desaparecido. Les reclamé pero una, llamada Rina, que tenía tatuada la espalda, se puso muy violenta, sacó una navaja y mejor decidí irme. No estoy aquí para terminar acuchillada, dijo. Entre nosotras hay muchas que nacieron para ser putas, yo no. Esto, dijo tocando la cama, es pasajero. Por eso me llamo Estela. En cierta forma, sigo el rastro que voy dejando. Loredana, la verdadera Loredana que trabajaba como telefonista en Bucarest, esa está más adelante y muy pronto la alcanzaré, dijo.
Tocaron a la puerta. El tiempo se había terminado. Loredana me besó y luego me dijo que yo había sido el cliente más simpático con el que había estado. No le creí, pero de todas formas, y sin meditarlo, le di mi número de teléfono. Yo me voy el domingo, por si quieres marcarme el viernes, te puedo llevar a conocer otro Madrid, le dije por decir algo, sintiéndome ingenuo. Acaricié por última vez sus nalgas. Ella volvió a sonreír y me dedicó una mirada luminosa. Nos vestimos rápido.
Al despedirse dijo que tal vez me hablaría. Luego desapareció en una puerta al fondo del pasillo. Pensé que no la volvería a ver. Reina, la rubia madura que se había tirado Buitrón, me dijo que mi amigo tenía cinco minutos esperando afuera. Salí.
Pasaron dos noches en que terminé borracho en la sala del departamento que Luis Buitrón tenía cerca de la estación del metro Marqués de Vadillo. El departamento tenía vista al río Manzanares y a la Puerta de Toledo. A lado del edificio, había un bar donde recuperábamos las fuerzas y empezábamos el día. Yo únicamente regresaba a tomar un baño y a cambiarme de ropa al departamento de Ríos Rosas, en Chamberí, donde rentaba un cuarto minúsculo. El sábado en la tarde, el casero –un argentino desgarbado y de cabello blanco- me regresaría el depósito, con lo que pensaba comprar algunos recuerdos para la familia antes de tomar el avión.
El jueves al medio día, el teléfono comenzó a sonar. Era un número desconocido. ¿Diga?, dije. Hola, soy Loredana, ¿recuerdas? Claro, le dije, ¿cómo estás? Por dentro mi mente viajó a esa noche y a su cuerpo desnudo. Bien, te hablo para ver si salíamos, dijo. Aunque su acento rumano todavía era fuerte, se escuchaba como si temiera desde antes mi rechazo, mi olvido.
Quedamos en vernos al día siguiente, viernes a las seis de la tarde, en la Puerta del Sol, justamente en la estatua del oso y el madroño. Vale, ahí nos vemos, dijo y luego colgó.
Más tarde, picando tapas de jamón serrano y morcilla, junto a una caña de cerveza en el Museo del Jamón de Puerta del Sol, Luis Buitrón me felicitó como si fuera un triunfo. Yo le respondí que faltaba concretarse. Ciertamente, en mi mente había comenzado a dibujar los sucesos que podrían pasar al día siguiente.
Llegué puntual a la cita. La calle del Carmen, como era habitual, estaba llena de gente. Se escuchaba la música de unos violinistas que tocaban perdidos en la multitud. Me paré bajo la estatua viendo hacia el kilómetro cero.
Apareció quince minutos después de la seis, con una minifalda negra que combinaba con todo su atuendo; usaba unas botas de punta que resaltaban sus piernas. Llevaba encima un abrigo. Desde lejos me era difícil creer que trabajara en un burdel. Loredana se había pintado ligeramente los labios y eso la hacía ver más hermosa. Se disculpó por llegar unos minutos tarde, pero el autobús de su barrio que la dejaba en la estación del metro se había retrasado. ¿A dónde me vas a llevar?, preguntó. Le propuse caminar hacia Fuencarral y doblar en la calle de Palma, donde conocía un lugar agradable. Ella me tomó del brazo y sonrió. Yo también sonreí. Nunca había caminado de la mano de una mujer en el centro de Madrid. Todas mis aventuras se circunscribían al territorio efímero de la noche; a veces intermitentes, de las semanas. Y así me sentía bien.
En el trayecto platicamos del mar de gente que se movía a nuestro alrededor. Coincidimos en que Gran Vía era fantástica por su vitalidad. Dos o tres veces, en Fuencarral, ella se detuvo a ver algunos aparadores. En el reflejo de uno de ellos, me vi a su lado y pensé que parecíamos una pareja normal. La palabra resonó como un eco que lentamente se apagaba.
Nos sentamos junto a una ventana del café, donde veíamos la calle y la luz amarilla de los faroles.
Saqué los cigarrillos y le invité uno. Ahora me toca a mí, le dije. Ella sonrió. Le dije que me gustaba su sonrisa. Me preguntó sobre mi vida en México y yo me solté a darle un repaso de mi biografía, le hablé de mis aspiraciones de escritor, que no tenía muy claro porqué regresaba a México, pero creía que en ese momento era lo mejor. Mucha gente que me importaba dependía de eso. Ella me escuchaba atenta, riéndose de mis anécdotas. Creo que ya he dicho suficiente, le dije, ahora cuéntame algo de ti. Le dio varias caladas al cigarro. Su rostro se ensombreció como si recordar su vida necesariamente la llevara a sumergirse en la oscuridad.
Loredana había nacido en un hospital cercano a la plaza donde su padre moriría cinco años después, el 22 de diciembre de 1989, abatido por francotiradores del régimen de Nicolae Ceausescu, quien después de las revueltas que inundaron al país, terminaría sus días fusilado junto a su esposa en el pueblo de Targoviste. Actualmente, en recuerdo de los que murieron, dijo, se alza el monumento a los mártires de la Revolución Rumana en Bucarest. Varias veces fui con mi madre a dejar flores.
Antes de la muerte del padre, quien trabajaba como mesero en la terraza del Corro Militar Nacional de Bucarest, y gracias a las propinas de los altos mandos militares, la familia vivía modestamente. Su madre se dedicaba a cuidar la casa. Sobrellevaban sin pretensiones la vida durante la época comunista.
La ausencia del padre forzó que la madre buscara trabajo en una fábrica textil. Loredana, a los cinco años y con su madre ocupada la mayoría del tiempo, sin familiares cercanos pues todos vivían en la región de Cluj, al norte del país, debió hacerse cargo de Eugenia, su hermana pequeña. Esos años fueron difíciles.
Al año, su madre sostuvo una relación con un buen hombre llamado Mircea, que se desempeñaba como auxiliar de un diputado en el parlamento. Jamás le dijo a su madre que meses después descubrió a Mircea paseándose de la mano junto a una mujer y tres niños en la avenida Kisseleff, la más bella de Bucarest. Loredana supuso, entonces, que su madre era la amante de Mircea. Y algunas ideas sobre la vida, de lo que la gente hace para sobrevivir, fueron cambiando en ella.
Sin embargo lograron salir adelante. Loredana intentó, como hija que fue testigo de los esfuerzos maternos, distinguirse en sus calificaciones. Durante la preparatoria se inscribió en una carrera técnica, llamada secretariado computacional, la cual en dos años le permitía trabajar en alguna oficina de las grandes empresas que fueron instalándose en Rumania a la caída del comunismo. Su madre le pidió que continuara los estudios universitarios, pero Loredana se negó. Le dijo que deseaba trabajar para ganar el dinero suficiente, y lo más rápido posible, para mantenerla y cambiarse a un barrio donde no existieran los recuerdos.
En ese tiempo, a sus diecisiete años, mantenía relación con un chico llamado Constantin, de cabello oscuro y ojos verdes, algo bruto, según ella, pero por quien se sentía enamorada. Varias veces hablaron de casarse, y lo hubieran hecho sino fuera porque Constantin se fue a Italia a ganar dinero como obrero en la construcción. Quedaron en seguir la relación, pero él no volvió a llamar.
Al terminar la carrera técnica, Loredana consiguió a sus 17 años, y gracias a su buen aprovechamiento, un puesto como telefonista en una empresa trasnacional alemana. Hubiera deseado más, pero en esa época, finales del 2000, los puestos como secretarias en Bucarest estaban ocupados.
Eugenia, la hermana de Loredana, dos años menor, se había casado un mes atrás con un mecánico. La boda fue sencilla. Al ver que su hermana pequeña viviría siempre en el barrio triste donde habían nacido, Loredana comprendió que debía irse de Bucarest. No deseaba terminar ahí. Sus deseos eran salir de Rumania.
En su trabajo como telefonista algunas compañeras platicaban continuamente de la oportunidad de marcharse a otro país de Europa. En ese momento la oportunidad estaba en Italia. Loredana comenzó a preguntar. A los pocos días supo por una compañera del trabajo de un contacto que aseguraba trabajo en Roma.
Ahorró durante un año. Al cumplir dieciocho años pidió un pequeño préstamo al banco, fácilmente pagable, y vio que le alcanzaba para conseguir la visa de turista a Italia. Pocos meses después se despidió de su madre y su hermana, quien ya estaba embarazada, y viajó a Roma.
Pero en Roma, el contacto sólo pudo conseguirle hacer la limpieza de los pasillos de un hotel cercano a la Fontana di Trevi. La paga era un poco más de lo que ganaba como telefonista en Rumania, pero el trabajo, dijo, era una mierda. Lo que más le gustó de los cinco meses que duró en el empleo, fueron sus paseos diarios en el centro de Roma antes de regresar al cuartucho donde vivía.
Fue en una fiesta de rumanos donde conoció a Luca Goga, un hombre de cuarenta y tantos años, gordo y con apariencia de mafioso, pero muy alegre, quien al enterarse de su descontento con su empleo y de los estudios de Loredana, le ofreció trabajar en Málaga como secretaria en un hotel de gran turismo. Loredana era consciente de su belleza y tomó el ofrecimiento como presunción del tipo hacia ella. Pero al pasar los días, preguntó a una rumana que había visto en la fiesta y ella le dijo que ciertamente, Luca Goga era un tipo muy poderoso y rico, en quien se podía confiar. Consiguió el teléfono de Luca y le llamó una tarde al salir del trabajo. Luca Goga se alegró, le dijo que la compañía que dirigía el hotel pagaría los gastos de transporte y de estancia hasta que ella ganara su primer sueldo, el cual, era muy superior. Sólo debía acercarse a él para entregarle su pasaporte y tomar sus datos. No sabía que en Málaga me convertiría en una puta, dijo Loredana con rencor.
Para entonces ya habíamos destapado una botella de vino.
Llegué a Málaga una mañana, tenía diecinueve años y quería disfrutar de la playa, de la vida, dijo dando un trago al vino. Antes de aterrizar ya había hecho planes de lo que haría con mi primer sueldo.
Sin embargo, al final del día descubrí el propósito de mi trabajo. Luca Goga, bonachón y dicharachero, saco la personalidad mafiosa y me dejó encerrada junto a otras cinco chicas, en una casa a las afueras de Málaga, bajo el cuidado de tres tipos con aspecto de ex militares.
Uno de estos hombres, Mihai, la violaría más tarde por órdenes de Luca, al negarse Loredana a prostituirse para pagar la deuda, que entonces, le debía a Luca Goga por haberla traído a España.
Su violación fue brutal; ninguna parte de su cuerpo quedó intacta. Cuando Mihai terminó con ella, Luca Goga entró a la recámara sonriente, con un puro en la boca, diciendo que de no pagar la deuda terminaría ahogada en el mar. La amenaza no hubiera surgido efecto, y tal vez ella estaría muerta, sino fuera porque Luca Goga nombró la calle en Bucarest donde vivían su madre y su hermana.
Las primera veces que se prostituyó, Loredana quedaba tendida en la cama, como si las fuerzas la abandonaran. Cerraba los ojos y pretendía no hacer caso a los gemidos ni a las embestidas que cada noche se embarraban en su piel.
Un año después, Loredana había aceptado su condición. Hablaba cada mes a Bucarest, siempre no más de cinco minutos y colgaba disculpándose con su madre o su hermana porque la llamaban del trabajo. Ahí empezó a drogarse con cocaína. Esto la llevó a conocer a Miguel, un madrileño de treinta y cinco años, cocainómano con figura de torero, quien representaba a una compañía de trajes de baño que lo llevaba a recorrer temporalmente la Costa del Sol. Él fue quien le prometió llevarla a Madrid y conseguirle un trabajo decente. Loredana no hacía mucho caso de las promesas, así que consideró a Miguel como un cliente que se había encariñado de ella.
El día de su cumpleaños número veinte, Luca Goga le dio la noticia de que había pagado su deuda. Le dijo, con la mejor cara de esa fiesta donde lo conoció en Roma, dos años atrás, que podía marcharse. Sólo le recordó que estaba de ilegal en España, y que de ir a la policía, ni siquiera se daría cuenta de estar muerta.
Loredana trabajó una semana más en el burdel. Dispuesta a no dejarse vencer por lo que había pasado, abandonó la casa donde vivían las demás chicas y lo primero que hizo fue llamar de un teléfono público a Miguel, quien para entonces, y después de varias visitas, le había dejado sus datos en Madrid.
Esa misma noche Loredana compró el boleto de autobús que la llevaría a la capital de España. Al ver por la ventana que las casas blancas de Málaga iban quedando atrás, pudo dormir tranquilamente en el asiento.
Vivió con Miguel durante un mes en un lujoso departamento al norte de Madrid, cercano a la estación de tren. Sin embargo Loredana descubrió que el temperamento de Miguel variaba: de jovial representante de una compañía de trajes de baño, se convertía en un adicto con figura de torero que algunas noches encontraba en ella el motivo de su angustia.
Algunas noches, Miguel, cansado de cachetearla, le pedía disculpas para luego sodomizarla por la fuerza. Lo hubiera abandonado antes, pero creí que de un día a otro me daría la noticia de mi empleo y entonces podría vivir por mi cuenta.
Pero comenzó a sospechar que Miguel no hacía, ni haría lo suficiente para convencer a sus amistades de dar trabajo a una ilegal. Después de las golpizas dudé que Miguel tuviera amigos, dijo. Pero luego pensé en Luca Goga, mil veces peor que Miguel, quien tenía amigos, incluso familia. Y entonces comprendí que Miguel jamás me conseguiría trabajo.
Cierta tarde, Loredana salió a caminar a un parque cercano. Casualmente vio a una chica rubia que se parecía a una compañera del burdel de Málaga. La chica la vio y ante su sorpresa, la saludó. Era Nicoleta Barbu, de la región de Moldavia quien había llegado al burdel también bajo engaños. Con el tiempo se volvieron amigas.
Se saludaron y en esa banca se contaron lo que había sido de ellas. Ahí fue cuando se enteró que Nicoleta trabajaba en el burdel de la Reina, una madame rusa protectora de sus chicas. No había malos trato ni amenazas como con Luca Goga. Ahí se trabajaba por gusto y la tarifa se repartía en un sesenta por ciento para Reina y el resto para ellas. Nicoleta le anotó el número de la Reina por si necesitaba trabajo. También le dio su número de teléfono y se despidieron; Nicoleta trabajaba medio tiempo en un table-dance cercano a Nuevos Ministerios y se le hacía tarde.
Loredana se quedó en la banca pensando si volvería a prostituirse. Regresó al departamento. Miguel no volvería hasta dentro de una semana; se había marchado de viaje de negocios a recorrer la Costa del Sol.
Esa noche no pudo dormir. Llamar a Reina era volver a la prostitución, algo que ella se había prometido dejar.
La mañana siguiente marcó nerviosa el número de Reina. Ella le contestó afable, le hizo algunas preguntas y le dijo que se presentara esa misma tarde; si no estaba enferma, que se considerara contratada. Le hacía falta una chica. Sobre el hospedaje, le dijo que no se preocupara, ella podría conseguirle algún lugar.
Loredana empacó sus cosas y le dejó una nota a Miguel donde sólo se leía la palabra gracias. Creo que fue demasiado para las cabronerías que me hizo, pero algunos días fue bueno conmigo, dijo. Así comenzó a trabajar otra vez en la prostitución. Pero espero dejarlo pronto. Junto algo de dinero y me regreso para siempre a Rumania, dijo.
Habían dado las diez de la noche. En nuestra mesa quedaban dos botellas vacías de vino, y tanto Loredana como yo estábamos un poco borrachos. Pagamos la cuenta. En la calle, a unos metros del café, comenzamos a besarnos. Me pidió que la llevara a un lugar donde sólo estuviéramos los dos. Caminamos hacia la calle de San Bernardo y ahí paré un taxi. Le dije al conductor que me llevara a Rios Rosas 201, a mi cuartucho de estudiante.
En la mañana, cuando desperté, Loredana se estaba vistiendo. Le dije que la acompañaría hasta su casa, pero se negó. Sólo logré convencerla de que me dejara ir con ella hasta la estación del metro. Ahí nos volvimos a besar. Me dijo que había sido la mejor noche desde su llegada a Roma. Entre las cosas absurdas que le di, estuvo mi dirección en Oaxaca. Sabía que jamás tendría una respuesta pero no me importó. Le di también mi correo electrónico.
Se subió al vagón y me dedicó una sonrisa. La vi alejarse hacia el túnel oscuro.
Cuatro años después, cumplidos mis deberes en México, junté mis ahorros y me volví a Europa. Pude colocarme como traductor en el Parlamento Europeo, trabajo que me tenía viviendo entre Bruselas y Estrasburgo, viajando continuamente a otros países.
Durante un viaje a Bucarest, donde se pactaría la entrada de Rumania a la Unión Europea, aproveché un descanso en las reuniones para sentarme junto a otros colegas en un café de la avenida Kisseleff.
Mientras platicábamos, la gente pasaba de un lado a otro cerca de nuestra mesa. Repentinamente volví a ver a Loredana, reconocí sus ojos miel entre los de otra gente. Grité su nombre, y ante la sorpresa de los colegas, me paré a buscarla. No la encontré. Sólo vi su estela. Espero que haya podido alcanzarse.
04/Julio/2008 por Víctor Quintas