Lo primero que veo al entrar al baño es el antiguo espejo de dos caras que mi padre usa para afeitarse la barba desde hace cincuenta años. Es de acero inoxidable. Su marco circular, de unos veinte centímetros de diámetro, gira sobre un eje, de la misma forma que un globo terráqueo. Sus dos cristales, que han sido reemplazados varias veces, ahora son antiempañantes; uno refleja las cosas fielmente y el otro, en su afán de agrandarlas, termina deformándolas. Todavía conserva en la parte inferior de la base una placa con el nombre del fabricante. Demorando un poco el motivo de mi visita al baño, lo tomo con cuidado. Hace años que no lo veía. De niño me parecía un objeto misterioso: su doble mirada y su peso exagerado rompían con la lógica de los demás objetos de la casa; esa misma impresión vuelve a aparecer hoy al momento de acercarlo a mi rostro.
Veo mi reflejo saturando una de sus caras. Lo primero que llama la atención es mi ojo izquierdo desmesuradamente abierto, saltón, inflamado por el cansancio de manejar toda la noche, estrangulado por miles de tentáculos sanguíneos. Mi nariz es una montaña escabrosa de cuyas cavernas asoma una tribu de pelos entrecanos. La boca toma la forma de una curva imposible y deja escapar una sonrisa siniestra, como la de un payaso conservado en un frasco de formol. Separo un poco los labios, saco la lengua, me gusta su textura de grano abierto, su incontrolable movilidad de gusano. Los arroyos de saliva escurren lentamente, quieren salir de mi boca y continuar su viaje hasta el mar de las cavilaciones. Es mi rostro una parcela trabajada pacientemente por el insomnio, las pasiones, los excesos.
Doy vuelta a la cara del espejo. El paisaje cambia. Desaparecen lo saltón en el ojo y lo siniestro de la sonrisa. Mis cejas recobran su simetría. La nariz vuelve a asumir su proceder recto. La boca, delgada e inexpresiva, titubea: fue hecha para guardar silencio. Apenas si distingo las arrugas, los poros abiertos y los vasos sanguíneos. Me alejo un poco y veo todo el conjunto: un rostro armonioso que saluda cortésmente desde el reflejo de los escaparates, higiénicamente desde los azulejos de los baños públicos, tranquilamente desde la prisa de los retrovisores de los taxis.
Devuelvo el espejo a su sitio, tengo que llevar a mi padre al hospital. Me saco el miembro delante del inodoro y cierro los ojos para empujar la orina. Con el sol entrando por la ventana que da al jardín trasero, el chorro forma una curva suave y se vuelve un arco iris. Así, en tensión y con los ojos cerrados, aparece la pregunta que me persigue desde la infancia: ¿cuál de las dos caras del espejo es la que deforma?
2 comentarios:
Hola Fausto em agrada mucho tu texto, creo que me trasmite la tranquilidad de una incertidumbre, es buena la reflexion. Definitivamente el baño es uno de los lugares más propicios para todo tipo de accidentes como el reflexionar.
Un abrazo.
Pienso que éste es un texto breve, pero hondo en su significado. Bien escrito que gradualmente nos da el golpe.
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