Mona
Se llama Mona y pasa temprano por mi calle, cuando voy hacia la escuela. “Es tan bonita” dice mi tío Beto, y se pone más bizco de lo que es. El hermano menor de mi mamá me hace el desayuno, el lunch y espera a que me suba al autobús. Odio que me acompañe todos los días porque tiene cara de menso y me avergüenza que piensen que es mi padre o mi pariente. Me enfurece, aunque sólo sea Mona quien nos salude en el camino a la esquina. La veo siempre por ahí, a veces dando tumbos, a veces recién bañada. La otra mañana la vi salir del módulo de la policía y, como venía una patrulla, fue a esconderse. Una noche también vi cómo el comandante Morales la abrazaba. La avenida es ruidosa y pasan tantos carros, motocicletas y autobuses que mi abuela se queja todo el tiempo y mi madre, harta de revisar las tareas de sus alumnos, me regaña por cualquier cosa. Grita que por culpa nuestra acabará en el manicomio haciéndole compañía a los teporochos del Callejón del Rayo. No sé porqué dice eso, a ellos no los encierran como a los locos que andan encuerados a plena luz del día. Antes del accidente de Mona yo pensaba que los borrachos eran inofensivos y lo más que les podía suceder era caer muertos de repente en la calle. Ya ha pasado con tres, entre ellos una mujer flaca y pálida. Yo no la conocí. La flaca no era fea y hasta estaba medio buena, dijo el carnicero, pero a ese canijo le gustan todas. Un día la encontraron desnuda cerca del callejón, tenía un tatuaje en medio de los pechos: una lengua con una estrella en la punta, y adentro de la estrella, un ojo. Ese ojo abierto me intriga, sobre todo por lo que sucedió con Mona. Decían que era una chica centroamericana que terminó agarrándole gusto a los mezcales. Quedó allí, tras un poste. Cuando los policías preguntaron, los teporochos dijeron “no sabemos” y el peluquero, que la dejaba dormir en su covacha, explicó que no había regresado desde que salió temprano. La señora Alma, nuestra vecina y la vieja más arguendera que conozco, le aseguró a mi mamá que uno de los teporochos fue el que la mató. Esta vieja organiza protestas para que cierren la marisquería donde trabaja Mona porque es un lupanar, dice. No es cierto, los cócteles del El arpón solteco son buenísimos. Los domingos, después del partido, siempre me llevan a comer ceviche. Me salgo con la mía porque mi mamá es bien coda. Ahí vuelvo a ver a Mona luciendo sus piernotas. Mona, tan alegre, me hace sentir cosas que no puedo explicar. Pasa con su charola llena de camarones. Es sabroso el olor. Ella es sabrosa también. Me mira con gusto y mi madre me mete un pellizco cuando le sonrío. Es más mujer que cualquier mujer, me dijo el otro día el carnicero. Pero mi madre me advirtió la última vez que fuimos al arpón “no te vayas a andar haciendo amigo de ese maricón, porque se pega”. ¿Qué le pasa?, Mona es muchacha, aunque no lo sea. O aunque sea también hombre. Por algo el carnicero la quiere, el tarado de mi tío la adora, y yo la compadezco desde que volvió del hospital.
Esa tarde Mona se había echado sus tragos con algunos clientes. Yo iba a mi casa, cuando la vi salir. No estaba perdida como otras veces. Me saludó sonriendo, y siguió de largo. Todavía me quedé un rato en la cuadra, durante una hora, creo. En eso escuchamos gritos. Fui corriendo a ver. Me pareció extraño encontrar a los teporochos alrededor de una fogata, me acerqué y me llegó un olor a carne quemada. Reconocí entre las llamas el pantalón amarillo de Mona. Con fuerza le jalé el brazo. A penas podía con su peso y otros vinieron a ayudarme. Alguien golpeó mis piernas con un abrigo porque mi pantalón se estaba quemando. Cuando llegó la ambulancia recogieron a Mona que parecía muerta. Tenía un lado del cuerpo achicharrado, en el otro quedó un hilacho de blusa y un pedazo de corpiño que mostraba su pecho plano. Entre sus tetillas vi un tatuaje: una lengua con estrella en la punta y adentro un ojo, pero cerrado.
Resultó que la flaca aquella además de su paisana era flaco, no flaca, las dos salvadoreñas. Se lo dijo el peluquero a la policía. Yo vi llorar al comandante Morales cuando subieron el cuerpo chamuscado. Ahora, aunque tiene feas cicatrices, digan lo que digan los demás, para mí sigue siendo Mona. Un día me voy animar a preguntarle qué quieren decir esos tatuajes.
Araceli Mancilla
Bob Candy
Hace 14 años
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