martes, 29 de julio de 2008

CENTRIFUGA

Asfalto, noche coagulada en las venas de la ciudad, hilo negro del destino que anudó nuestras vidas, red tejida de encuentros. Todas las calles, puentes y cruceros fueron cómplices de nuestros encuentros.

Amanece antes de que salga el sol y la rutina comienza: la escuela, el trabajo, la casa. De aquí a allá por toda la ciudad abordo de este trebejo. Ir de un lugar a otro me hace ver todas las posibilidades, los rumbos, es increíble hasta donde me han llevado, cómo fui a dar contigo en este laberinto. Dando vuelta a la derecha pienso que, toda mi vida se basa en los sentidos, pero tú ¿aún sientes?

Te conocí ¿recuerdas? Cuando chocamos en el crucero. Yo iba distraída y tú con prisa. La culpa fue del motor que se apagó pasando apenas del otro lado del crucero. Te sonreí y me disculpe por arriesgarme a salir en esta chatarra mientas me ofrecías pagar los daños, sin darte cuenta que la abolladura era anterior al choque. Sonreíamos, la multitud embravecida contaminaba el ambiente con improperios, gritando que nos moviéramos. Me diste el número de un buen mecánico y pediste el mío para asegurar que todo estuviera bien, por la noche me marcaste y después de convencerte de que no había problema, te despediste diciendo que, al menos esta noche, podrías dormir tranquilo.

Por la mañana cuando llegue al taller, estabas ahí, el mecánico dijo que tenía que dejar el carro un día más. Ofreciste llevarme pero yo ya había optado por la moto. No pudiste ocular ese gesto de incredulidad, así que ofrecí darte una vuelta. Platicamos un rato, el mismo que me olvide de la escuela. Me contaste de todas las ciudades que habías visitado, sólo ésta te hacia regresar una y otra vez, sonaba divertido, ahora no, ahora tengo miedo, ¡incertidumbre! porque uno de estos días ya no podré más, uno de estos días tengo que hacerme a la idea: saldrás de mi vida, este encuentro se deshará inevitablemente.

Hoy nos reuniremos pero antes daré una vuelta por aquellos sitios memorables donde hemos dejado parte de nosotros, de mí: la escuela, las horas sin ella, las plazuelas donde esperamos el atardecer, los jardines que llenamos de arrumacos, las iglesias, con nuestras ausencias. Esto tiene que acabar, habrá que tomar todo o nada. No podré. Si te vas ¿cómo me libraré de los recuerdos que invaden la ciudad?

Las calles están llenas de señalamientos: “NO ESTACIONARSE”, no te quedes inmóvil pienso, como dice Benedetti, “COCHERA EN SERVICIO” tal vez esto será siempre así, tú entrando y saliendo de mi vida, “RETORNO” he visto aquel letrero y yo solo pienso en decirte: regresa siempre que puedas, aunque a veces, ya no hay retorno para lo que se ha perdido. Imagino un letrero “OLVIDO 50 KM” no existe me dirás con tus ojos negros juzgándome. Pienso que nos engañamos, que no queremos verlo: ¡INCAPACITADOS! tú y yo para estar juntos.

El sol comienza a ocultarse, la carretera empieza a subir, a llenarse de esas curvas que tanto temo porque no se lo que traerán. Escucho el silbido del viento cortado por los carros del otro carril. Este es el lugar desde donde podemos ver el centro de la ciudad. Has llegado, te veo en el retrovisor, te acercas. Sentados en la barda de este mirador, tenemos la sensación de estar fuera de la ciudad, de ser ajenos. Nadie dice una sola palabra.

Ya lo sé, mañana te vas pero quizá no regreses ¿Tú lo sabes? Pronto nuestros cuerpos, todos estos momentos serán una lista más de cosas que habrá que olvidar.

Vuelvo a casa con esa dosis de ti, flotando por la carretera, es de noche, las calles se delinean por el brillo de estrellas artificiales; tantas casas, tantas personas y yo solo duermo ansiosa esperando verte de nuevo, el día en que te dije esto no pudiste evitar ponerte nostálgico ¿cómo era posible? Pensábamos los dos, tantas personas en la ciudad, en el mundo y de repente solo quieres estar con una ¿Cuál es la línea que no hay que cruzar para no querer a las personas? ¿Cómo te puede afectar la ausencia de un desconocido existiendo tantos? Encontrarte, buscarte, perderte, parece un Deja Vu ó mi canción favorita en repetición, esa que a veces se confunde y parece sólo ruido.



El agua escurre de mi cabello, mi cuerpo necesita otra dosis de ti, no encuentro las llaves del trebejo, será mejor ir en la motocicleta, más rápido porque ya es tarde. Se me ha olvidado el celular ¡odio llegar tarde! odio desperdiciar el tiempo sin haberlo vivido. En el mismo crucero donde te conocí, la ciudad está congestionada. Voy a llegar tarde al último día en que estarás conmigo. El asfalto arde, la noche parece evaporarse de las calles. Acelero, tengo que apresurarme, escucho derrapar un carro, llevo prisa, quiero estar contigo.

Llego al lugar, un poco tarde, aun así te espero, lo sé, es la despedida pero mi duda gira entorno al tiempo ¿será algo temporal o definitivo?

Con tu ausencia contemple la ciudad ahora inmensa, nunca llegaste. Los recuerdos golpean mi rostro, no se que hacer no quiero pensar, pero lo hago ¿me has abandonado? ¿Huiste sin despedirte? ¿Regresarías?

Tarde lluviosa para mis ojos, el cielo se contagia y deja caer su tormenta, ayudando a borrarte.

Regreso a casa, la oscuridad la invade como al cielo, esta noche como la luna ya no estas. Mis pasos vencidos y solitarios resuenan en el patio. Observo las estrellas, me recuerdan tus ojos ¡cómo pudiste! Entro a casa, la puerta esta siempre entreabierta, esperando alguien más a quien alojar. No hay luz por la tormenta, enciendo algunas velas, largas, blancas ¿puedes imaginarlas?. Con su luz tan pequeña y frágil en medio de esta oscuridad me dan cierta claridad, cierta esperanza de que algún día como la luz volverás y como la luna en las noches te quedaras… este vano consuelo me hace dormir.


Amanece, la alarma del celular pide que me levante, cuando abro los ojos recuerdo lo que ha pasado. Siempre supe que irías y vendrías de mi vida, de esta ciudad. Ya habíamos pasado por esta situación, siempre regresabas, siempre te despedías ¿Qué sucedió ayer? Tal vez no te atreviste a decirme que ya no podías más y te inventaste el viaje sin retorno… tal vez ya había alguien más, no pude levantarme hasta el medio día con esa idea en la cabeza, al menos me dio un poco de coraje para ir al trabajo, para salir y encontrarme con la ciudad. Decidí caminar para despejar mi cabeza, sin embargo solo descubro lo pequeña que soy. Me detengo a desayunar en una cafetería cercana al trabajo. Creo que lo mejor seria hablar por teléfono y pedir permiso para faltar al trabajo, tal vez pueda llamar a toda la ciudad para decir que faltaría por siempre, no importa no me van a extrañar, ni a ti ni a mí. Tal vez decida entrar a una iglesia, quedarme ahí con tu ausencia ¡No! la ciudad no nos extrañaría, nosotros la extrañaríamos a ella… Cuando saco el celular para comenzar las llamadas me doy cuenta de que tengo perdidas dos llamadas tuyas, de ayer, una felicidad fugaz se apodera de mi, te marco mil veces sin obtener respuesta, no se que hacer ¿irte a buscar? ¿Seguir llamándote? o ver el periódico y leer que ayer en nuestro crucero habias chocado.

ARCO IRIS


Lo primero que veo al entrar al baño es el antiguo espejo de dos caras que mi padre usa para afeitarse la barba desde hace cincuenta años. Es de acero inoxidable. Su marco circular, de unos veinte centímetros de diámetro, gira sobre un eje, de la misma forma que un globo terráqueo. Sus dos cristales, que han sido reemplazados varias veces, ahora son antiempañantes; uno refleja las cosas fielmente y el otro, en su afán de agrandarlas, termina deformándolas. Todavía conserva en la parte inferior de la base una placa con el nombre del fabricante. Demorando un poco el motivo de mi visita al baño, lo tomo con cuidado. Hace años que no lo veía. De niño me parecía un objeto misterioso: su doble mirada y su peso exagerado rompían con la lógica de los demás objetos de la casa; esa misma impresión vuelve a aparecer hoy al momento de acercarlo a mi rostro.
Veo mi reflejo saturando una de sus caras. Lo primero que llama la atención es mi ojo izquierdo desmesuradamente abierto, saltón, inflamado por el cansancio de manejar toda la noche, estrangulado por miles de tentáculos sanguíneos. Mi nariz es una montaña escabrosa de cuyas cavernas asoma una tribu de pelos entrecanos. La boca toma la forma de una curva imposible y deja escapar una sonrisa siniestra, como la de un payaso conservado en un frasco de formol. Separo un poco los labios, saco la lengua, me gusta su textura de grano abierto, su incontrolable movilidad de gusano. Los arroyos de saliva escurren lentamente, quieren salir de mi boca y continuar su viaje hasta el mar de las cavilaciones. Es mi rostro una parcela trabajada pacientemente por el insomnio, las pasiones, los excesos.
Doy vuelta a la cara del espejo. El paisaje cambia. Desaparecen lo saltón en el ojo y lo siniestro de la sonrisa. Mis cejas recobran su simetría. La nariz vuelve a asumir su proceder recto. La boca, delgada e inexpresiva, titubea: fue hecha para guardar silencio. Apenas si distingo las arrugas, los poros abiertos y los vasos sanguíneos. Me alejo un poco y veo todo el conjunto: un rostro armonioso que saluda cortésmente desde el reflejo de los escaparates, higiénicamente desde los azulejos de los baños públicos, tranquilamente desde la prisa de los retrovisores de los taxis.
Devuelvo el espejo a su sitio, tengo que llevar a mi padre al hospital. Me saco el miembro delante del inodoro y cierro los ojos para empujar la orina. Con el sol entrando por la ventana que da al jardín trasero, el chorro forma una curva suave y se vuelve un arco iris. Así, en tensión y con los ojos cerrados, aparece la pregunta que me persigue desde la infancia: ¿cuál de las dos caras del espejo es la que deforma?

sábado, 26 de julio de 2008

LUCIERNAGA INCENDIARIA

Aprisiono uno de tus cabellos verdes en la hoja llena de té:

Té espero
Té conozco
Té deseo
Té siento
Té quiero

Tus ojos parpadean mientras me dices: -últimamente he habitado un mundo tan incongruente que corro el riesgo de creerte todo, que me esperas, me conoces, me deseas y me quieres.

Sonrío y pienso en no volver a leer en voz alta los cuadernos de mi alumnado, donde ahora estoy forjando el tabaco.

Sigues mirando el techo, ya sé, siempre que lo ves no puedes contener el deseo de escribir cualquier pendejada:

La lengua es cuerpo, la palabra caricia, la tinta afrodisíaco y ese muro blanco una gran cama.

Recuerdo la noche en que trastornado te conocí, bastó que yo te declamara un comercial de papel higiénico con suficiente actitud poética para traerte a mi cama.

-Desde entonces dejaste que escribiera en tus pantalones mis versos, para tenerme enamorada. Afirmas casi herida.

Esta noche, con la cabeza en mis piernas, te prometes absorber la inédita presencia de tus letras.

Sostienes la botella de vino y me miras fijamente. Afuera llueve. Tengo que irme, dices incorporándote.

No quiero salir, esta noche piensas desnudarme bajo la lluvia, quedarte con el vino y llenar la botella con el pasado: él fue, él estuvo. Yo en cambio utilizaré el tabaco para disimular mis suspiros, para enrollar mis promesas e incendiarlas, -sal! dices.

La última bocanada reaviva el fuego del cigarro, la mancha de tinta que evidencia un te amo se consume, penetra mis pulmones, se transforma en cenizas.

lunes, 21 de julio de 2008

Rosa Mexicano...

¿Carmín ó purpura? , la regadera escurre una gota que en el mosaico del piso ha dejado el rastro de la humedad, la humedad y el tiempo, los días, los minutos, los segundos.
La toalla azul cuelga de la repisa de madera apolillada, de nuevo el tiempo y su ruina, ¿está consiente del paso del tiempo?
Se observa en el espejo, empañado por los vapores tibios que flotan suaves, apestando a hierbas amargas, baño de hierbas, hierbas que ayudan a limpiar, el espejo le muestra sus ojos apiñonados, la nariz recta, los pómulos marcados, y se plantea la pregunta, ¿Carmín o purpura? , la elegancia es indispensable, nada da mejor impresión que un buen color en los labios, unas sombras discretas en los parpados y un rubor encendido en los cachetes; su madre lo decía siempre, seguro ella sabia bien de lo que hablaba, Sofía lo aprendió.
El olor de la coladera empieza a salir, es el olor de la ciudad, apesta, y se pega a la piel recién perfumada con romero y albahaca, el olor de la mierda, de la mugre, de los orines, todo mezclado ahí en las aguas profundas que invaden a la ciudad, el tapete amarillo de felpa que cubre la coladera reprime un poco el olor, pero no sirve de mucho, el hedor traspasa y se queda.
Sofía asocia este olor a la su infancia, el olor de la vecindad los domingos por la noche, los domingos después del futbol y la cruda, que solo se cura con otras cervezas bien frías y con un caldo de gallina en el mercado grande.
Aún no descubre porque sigue en esa ciudad, no sabe para que ni porque, las raíces posibles que ha echado el tiempo, están resquebrajadas, rotas casi por completo, desenterradas, una tumba olvidada en el panteón general, una tumba sin muerto, una cruz de palo con unas letras borrosas, la tumba de su madre, pero ahí no esta ella, esta otra, en la ciudad ni los muertos caben. Es la tierra del olvido.
Sofía piensa en la hora, deben ser las ocho y media, y el dilema sigue ahí, Gustavo prefería el carmín, aunque Gustavo no decía nada Sofía sabia que prefería el color carmín, prefería también verla con el cabello levantado, con los ojos sin pintar y con los aretes negros. Seguía pensando en Gustavo, y le daba miedo, los temores nos enferman, nos enfrascan, nos vuelven seres ridículos, absurdos, sin destino. Eso debió aprenderlo del padre, un medico de clase media, que ganaba bien, tanto para mantener dos familias. Un hombre en extremo ridículo, atrapado por sus mentiras y sus miedos.
Afuera la lluvia empieza, salpica la ventana, se filtra por una pared vieja y mal pintada de amarillo cremoso. Del viejo radio una canción sale por las bocinas arruinadas: Se que nunca fuiste mía, ni lo has sido, ni lo eres, pero de mi corazón un pedacito tu tienes…
La voz del locutor interrumpe, -las nueve y media en el corazón del país, aquí suena la que buena-
Sofía se sienta en una silla frente al radio, desnuda y sin saber que color de labios usar, decide que hoy usara rosa mexicano.

domingo, 20 de julio de 2008

La Pequeña Muerte

La Pequeña Muerte


Abro la puerta y ella está esperándome. En el piso, con las manos atadas a una de las patas de la cama, nunca se ha visto tan libre y a la vez tan mía. Minutos antes, mientras buscaba los pañuelos de seda, Agustina se cubría casualmente los senos con sus manos. El tiempo que hemos estado juntos no ha calmado ese reflejo de cubrir las partes más misteriosas de su cuerpo. Sé que también yo soy presa del mismo instinto, mas no logro comprenderlo al verlo en otros. ¿Qué se cubría? ¿Selectos centímetros de fealdad, diminuta vergüenza? Quizá no se tapaba, sino que enfundaba su pecho con oculta belleza. ¡Sí, puede ser eso! La magia esta en lo secreto. Nada es más sensual que lo que está apunto de verse. Pero ahora que veo a Agustina, aun desnuda siento que está a punto de desnudarse.
A medida que conoces a alguien (o crees conocerla) el misterio desaparece. No es así con Agustina quien nunca he entendido y quien me hace entenderme aun menos. El domingo pasado, Agustina se presento a mi departamento con una caja (probablemente una caja de zapatos) forrada de papel blanco. Me la regaló, no sin antes declarar que había gastado todo su dinero en el contenido de esa caja. Cuando me disponía a abrirla, Agustina me interrumpió con una extrañas instrucciones:"¡No! No la abras. Nunca la abras. Nunca." Irritado, pero acostumbrado a aquellos caprichos esporádicos, dejé su inútil caja sobre la mesa. Ella no volvió a mencionarla. Yo la olvidé por el día entero. El lunes por la mañana, me levanté mucho más temprano de lo usual. Y sentí un deseo –casi pasional por ver de nuevo esa caja. Allí estaba, encima de la mesa donde la había dejado el día anterior. Pero ahora una inexplicable belleza parecía permear y colorar la blanca caja. Por un momento estuve a punto de abrirla; pero más que nada, me divertía saber que dentro podría encontrarse cualquier cosa. No solo algo caro como había aludido Agustina. Sino que bien podía ser una roca tomada de un río, un pájaro muerto, tres caramelos. También es posible que la abriese y encontrara un encendedor de oro, un anillo de compromiso, o esa corbata que le había señalado la semana pasada. Todo es posible con Agustina (creo). Y sí, miente de vez en cuando. Ya no he podido dejar de pensar en esa caja. Cualquier cosa puede estar dentro. Nunca había recibido algo tan bello.
Hay veces que la belleza te sigue. Como un embrujo. Aun esta mañana, mientras el doctor me anunciaba la mala noticia, no podía dejar de sonreír por el hecho de que su corbata roja parecía hacer juego perfecto con su camisa verde. El efecto duró poco. Una vez que las palabras "tumor cerebral" y "vida vegetativa" se encontraron en un mismo enunciado, supe que necesitaba morir. Agustina estaba conmigo al escuchar estas palabras, pero extrañamente no recuerdo su reacción. Hoy, el mundo gira entorno a mí y nunca ha sido tan justificable mi egocentrismo. Seguramente ella no se acordaba, los dos habíamos ya tomado bastante, pero en su cumpleaños el año pasado, hablamos de este momento -ahora real, entonces ficticio. Estábamos en Le Divan du Monde, un bar vecino de mi departamento en Pigalle. Como reímos esa noche. Debo admitir que si nos la pasábamos bien es siempre por ella. Ella sabía darle a cada espacio y cada segundo una vida nueva -un aire peligroso y sensual.
Se acababa la noche y fué entonces donde empezamos a hablar acerca de temas inusuales. Creo que Agustina fue quien empezó a hablar de instantes de desventura que cambian le cambian el resto de la vida a uno (su hermano cuadrapléjico Tomás era un ejemplo) Yo, bien seguro de mi mismo, había dicho que si algo así me pasara, no hesitaría en quitarme la vida. Solo seria trágico si dejara que el evento se repitiera eternamente en mis días restantes. Muerto, no habría tragedia que vivir. Y no era un pensamiento triste, ni cobarde. Sentía que había vivido hasta entonces, una vida digna. ¿Porque arruinar algo bueno? Quisiera poder rescatar esa determinación ahora que vale la pena. Siempre he sido algo cobarde; espero que Agustina no lo sepa.
*****
La daga de mi abuelo descansa sobre la pequeña mesa al lado de mi cama. No recuerdo haberla dejado allí. La tomo entre mis manos y juego con la idea de ponerla en juego. Un instrumento diseñado para extinguir la vida de un hombre, bien puede extinguir la mía…o la de Agustina.
Me acuesto a su lado. Paso la daga por su cuello, por sus senos, por su vientre, por sus labios. Me doy cuenta que en algún momento he apretado demasiado fuerte y un filo de sangre aparece sobre su seno izquierdo. Quisiera penetrarla, estar dentro de ella. Aún mejor, quisiera que ella estuviera sobre de mi. Corto sus ataduras, y Agustina comienza a desvestirme al mismo tiempo que me besa -de una forma tan poco familiar que comienzo a pensar que esto lo ha aprendido de otro. Esto me hace desearla aún más. La educación es sexy. En pocos instantes, ya yazgo desnudo, sin esa ropa que tan poco me cubre. Mi pene, más bello que nunca, ha desaparecido dentro de ella, y en un instante de confusión creo que es de Agustina y no mío.
Agustina se balancea sobre mi cuerpo. No sé en que momento ha agarrado la daga, pero ahora la sostiene con su mano izquierda. Agustina, que sabe exactamente cuando el final esta por venir, deja de moverse un instante. Es entonces cuando advierto que un hielo fantasma atraviesa y escapa de mi costado izquierdo. Agustina suelta la daga y cae silenciosamente en el suelo. Ella no dice nada, pero yo entiendo. Y parece que sabe lo que estoy pensando, porque entonces continúa a moverse un poco más delicadamente que antes. El dolor provocado por la daga y el placer al estar dentro de Agustina, se mezclan intermitentemente. Ninguno es mas intenso que el otro, de manera que me confunde el no saber lo que estoy sintiendo. Veo que un pequeño charco de sangre se acumula en el suelo. Alzo la mirada y noto un pequeño lunar rojo sobre el seno izquierdo de Agustina. No lo conocía. Es lo último que descubro de ella.

viernes, 18 de julio de 2008

Bobo

Nadie sabe a ciencia cierta de dónde vino y a dónde fue, algunos decían que provenía de la vieja ciudad de San Juan de los Remedios, huérfano de padre y madre, criado y educado en el viejo monasterio de la Iglesia del Carmen, por oficio y obligación debía tañer las campanas para llamar a misa e indicar la hora, parecería que nunca olvidó su labor, sí es que así fue, pues siempre corría por las calles de la Habana Vieja golpeando la pared con una sartén, señal que indicaba el fin de la jornada escolar de los niños.

De sus generales no se supo nada, así que lo bautizamos como “Bobo”, su edad era indescifrable, pues no aparentaba ser joven pero tampoco maduro y mucho menos viejo, algunos afirmaban que desde que su llegada al Barrio de Lawton, se conservaba igual.

Nunca se le conoció un trabajo serio y formal, a veces trabajaba de gritón en las guaguas de la ruta 23, cuando se hartaba del mismo paisaje urbano cambiaba a la 24 y viceversa, en ocasiones barría las calles o se la pasaba lavando platos en un pequeño restaurante para turistas sin dinero. Siempre andaba bien comido e incluso se daba algunos lujos casi imposibles para todos nosotros.

Su blanca dentadura y sus ojos juguetones rompían la complicidad que fraguaba con la negra noche que ni con luna llena se le podía ubicar. Era pequeño y delgado, tenía aspecto simiesco, brazos largos y delgados, pies grandes y regordetes, lampiño, con unas entradas prominentes que parecían perforarle su deforme cráneo, muy por encima estaban sus enroscados alambres que bien podrían ser una trampa mortal para cualquier mosca.

Era portador de una incomoda amabilidad y de un exagerado sentido del humor que sólo los locos pueden ostentar con una maestría indescriptible. Su risa cimbraba por igual las viejas casas de la calle de San Francisco, algunos perros aullaban, otros ladraban y algunos más se mostraban indiferentes, como si con ignorarlo podría desaparecer su presencia y apresurar su olvido.
Su jornada laboral se empalmaba con nuestro horario escolar, iba por nosotros a la escuela, nos llevaba dulces y chocolates, caminábamos o corríamos a diario por la calle de San Francisco desde Porvenir hasta terminar con nuestra loca carrera en, el mal nombrado, rió de la Guayabita que parecía más un arroyuelo seco. Al otro lado había un terreno baldío que utilizábamos como campo de béisbol.

Pasábamos horas y horas jugando a pesar del inmenso calor, Bobo era el encargado de dirigir nuestros complicados partidos, en ocasiones cortaba algunas ramas y las tallaba con tanto esmero que se asemejaban a un bate, con astillas, también apretaba pedazos de tela con aceite automotriz para simular una pelota, siempre llegué a creer que era un genio loco que había cruzado la diminuta barrera entre la inteligencia y la estupidez, sin haberse dado cuenta, con su despampanante talento pudo haber triunfado fuera de nuestros límites.
Al caer la tarde y nuestras energías nos íbamos caminando al malecón, al no poder comprar ningún helado ni refresco, comíamos con gusto los dulces que Bobo nos daba a manos llenas. Los mayores y los policías siempre veían con temor y desprecio a nuestro gran amigo Bobo, al pasar por las calles lo insultaban y en ocasiones hasta lo apedreaban con tan mala puntería que nosotros pagábamos con creces el aprecio de tan excéntrico personaje. Tal vez su único error fue haber sido diferente, el único delito para ser señalado y perseguido hasta el fin de su vida. Nunca se le vio triste, al término de cada palabra siempre esbozaba una sonrisa que dejaba desnuda su prominente dentadura y carnosa encía.
Al llegar al barrio nos sentábamos en un corredor viejo y húmedo, justo frente a la panadería Tosca, rodeábamos a Bobo que como el mejor de los maestros asumía su papel con aire de sublime grandeza. De sus misteriosas bolsas sacaba una botella a medias de Bucanero y un puro que alguno de nosotros presuroso lo prendía. En ese momento un hálito bohemio impregnaba el ambiente, nos hablaba de la vida, del exterior y también nos contaba historias fantásticas o anécdotas por demás inverosímiles pero interesantes. Ese instante breve y mágico se convertía en un universo paralelo, para nosotros no había nadie más en la calle, nada importaba, echábamos a volar nuestra imaginación y encendíamos nuestros sueños. Todos hablábamos por igual pero nadie lo hacia con la facilidad de Bobo, siempre sacaba a relucir las historias de los guijes, duendes incapaces de hacer daño, juguetones y traviesos amigos de los niños y locos.
Decía que le daban dulces y en ocasiones dinero, alguna vez llego a decir que un hombrecito le dio unos centenes a guardar. No le creímos hasta que enfadado sacó de su bolsillo remendado una hermosa moneda dorada, prueba de su aventura con un guije. Cada noche le pedíamos que nos relatara una y otra vez su historia, hasta que llegaba la hora de partir.
Siempre le tuvimos un inconmensurable respeto, ese respeto que se pierde con los años, que nos divide entre unos y otros.
Un día después de la rutina habitual en el campo, el malecón y el corredor, nos sentimos extraños, dejamos de soñar, de imaginar, de ser niños y locos. Perdimos la inocencia y con ella a Bobo que nunca volvió.

jueves, 17 de julio de 2008

Persona



Me encerré en mi recámara y tendrán que traer al cerrajero para sacarme. No quiero hablar con nadie ahora ni lo haré hasta que lleguen mis padres. No sé porqué se van tantos días dejándonos con mi tía Lucero si saben lo gruñona que es y lo mal que me cae. Ellos disfrutan de la vida, conocen lugares a los que deberían llevarnos en lugar de dejarnos con las sirvientas y la hermana de mi padre a quien no soporta ni su marido. Este mes infernal que pasa con nosotros debe ser un agasajo para él. Me niego a abrirle la puerta a mi tía porque quiere llevarme a la comandancia a declarar en contra del enano. Que yo sepa, andar en asuntos de la policía no es cosa de niños. Por más que le dije cómo sucedió todo, no hace caso. Maniática, insiste en que el enano atacó a mi hermana, que seguramente la quería violar. Elia tiene miedo y no puede decir qué pasó, es muy chica. El doctor le dio un tranquilizante y ahora algunas vecinas quieren que la vea un sicólogo, que le den remedios y pastillas. Si mi mamá viera toda la gente que vino a la casa por el escándalo que armó su cuñada, se pondría furiosa. Hasta la encargada de las fotocopias en la papelería de la esquina metió sus narices. Nunca contesta el saludo, pero viendo la puerta abierta y el vecindario reuniéndose en el patio, se puso a las órdenes para lo que se ofrezca pues ha visto al enano mirar a los chicos de forma extraña.
No soporté las habladurías y subí de prisa a mi recámara. Desde mi ventana vi llegar una patrulla y dos uniformados. Después vinieron los golpes a la puerta, llamándome. Me preocupa mi hermana. No quiero que le den tés ni medicinas ni que la ausculte nadie. Está asustada, eso sucede cada vez que se encuentra con él. Mis padres lo saben bien como yo, como el padre Aldo y otros que han presenciado su espanto al verlo. Se llama Luis pero en la casa nos referimos a él como el enano, porque lo es. Si camina por el parque cuando andamos en bicicleta, le advierto a Elia, ahí viene el enano, y ella se da la vuelta siguiéndome a donde yo vaya para alejarnos de su camino. Si se acerca a la tienda y estamos comprando dulces, la tomo fuerte del brazo y ella sabe de qué se trata, el enano pasa por ahí. Si vamos en el carro sobre la avenida que lleva a la casa y lo vemos, papá, mamá y yo le advertimos al mismo tiempo, voltéate, viene el enano. Lo hacemos porque, si Elia llega a verlo, grita desesperada sin que logremos calmarla.
El enano es feo, feísimo, supongo que como cualquier enano. Su cuerpo parece un refrigerador de servi bar con piernas. Su nariz es enorme y achatada, y sus ojos pequeños miran con temor y enojo bajo la frente saltona. Tiene una boca ancha y abultada siempre entreabierta, y los cachetes de un bull dog. Pero, en realidad, nunca nos ha hecho nada. Al contrario. Pese a darse cuenta que le rehuímos y que en varias ocasiones mi hermanita se ha puesto histérica al verlo, en lugar de hacernos alguna grosería, ha salido corriendo. Incluso me he fijado que con solo distinguirnos a lo lejos, busca otra ruta para no cruzarse con nosotros.
A mis padres los inquieta la actitud de mi hermana, pues varias veces las escenas se han dado en la calle, en el centro comercial o en la iglesia, y hasta el padre Aldo los llamó hace poco para tratar el tema. Yo los acompañaba el domingo que les pidió enseñar a Elia a entender las diferencias entre los seres humanos. Dijo que Luis era un buen muchacho pero tenía la desgracia de haber nacido con una deformidad decidida por Dios, tal vez para que los demás, seres normales, seamos agradecidos y comprendamos el deber de querernos y respetarnos a pesar de nuestros defectos, porque lo que vale está en el corazón.
Mi padre, que habla poco y rara vez discute, contestó que hablaría con Elia pero, para seguir asistiendo a misa de doce, por favor retirara a Luis de las limosnas. A partir de entonces no lo vimos más en la iglesia a esa hora. Me dio lástima. Aunque sé que es vago, alburero y marihuano como nuestro vecino Roberto, con quien lo he visto tomar cerveza en el billar, siento lo que le pasa. Mis padres explicaron a Elia que el enano nació y creció pequeño y mal hecho porque algo sucedió cuando se formaba en el vientre de su mamá, pero es igual al resto de la gente. El enano no es persona, respondió. Yo creo que una niña de cinco años que dice tener el cabello rosa y hacerse invisible, no puede entender de diferencias. Por eso estoy tan enojado con mi tía. A pesar de explicarle que el enano sólo jaló a Elia para evitar que la atropellaran cuando se lo topó en los videojuegos, ella ya decidió que es un delincuente, y yo un jotito amanerado que tiene miedo de decir la verdad a la policía.


Araceli Mancilla

Mona

Mona

Se llama Mona y pasa temprano por mi calle, cuando voy hacia la escuela. “Es tan bonita” dice mi tío Beto, y se pone más bizco de lo que es. El hermano menor de mi mamá me hace el desayuno, el lunch y espera a que me suba al autobús. Odio que me acompañe todos los días porque tiene cara de menso y me avergüenza que piensen que es mi padre o mi pariente. Me enfurece, aunque sólo sea Mona quien nos salude en el camino a la esquina. La veo siempre por ahí, a veces dando tumbos, a veces recién bañada. La otra mañana la vi salir del módulo de la policía y, como venía una patrulla, fue a esconderse. Una noche también vi cómo el comandante Morales la abrazaba. La avenida es ruidosa y pasan tantos carros, motocicletas y autobuses que mi abuela se queja todo el tiempo y mi madre, harta de revisar las tareas de sus alumnos, me regaña por cualquier cosa. Grita que por culpa nuestra acabará en el manicomio haciéndole compañía a los teporochos del Callejón del Rayo. No sé porqué dice eso, a ellos no los encierran como a los locos que andan encuerados a plena luz del día. Antes del accidente de Mona yo pensaba que los borrachos eran inofensivos y lo más que les podía suceder era caer muertos de repente en la calle. Ya ha pasado con tres, entre ellos una mujer flaca y pálida. Yo no la conocí. La flaca no era fea y hasta estaba medio buena, dijo el carnicero, pero a ese canijo le gustan todas. Un día la encontraron desnuda cerca del callejón, tenía un tatuaje en medio de los pechos: una lengua con una estrella en la punta, y adentro de la estrella, un ojo. Ese ojo abierto me intriga, sobre todo por lo que sucedió con Mona. Decían que era una chica centroamericana que terminó agarrándole gusto a los mezcales. Quedó allí, tras un poste. Cuando los policías preguntaron, los teporochos dijeron “no sabemos” y el peluquero, que la dejaba dormir en su covacha, explicó que no había regresado desde que salió temprano. La señora Alma, nuestra vecina y la vieja más arguendera que conozco, le aseguró a mi mamá que uno de los teporochos fue el que la mató. Esta vieja organiza protestas para que cierren la marisquería donde trabaja Mona porque es un lupanar, dice. No es cierto, los cócteles del El arpón solteco son buenísimos. Los domingos, después del partido, siempre me llevan a comer ceviche. Me salgo con la mía porque mi mamá es bien coda. Ahí vuelvo a ver a Mona luciendo sus piernotas. Mona, tan alegre, me hace sentir cosas que no puedo explicar. Pasa con su charola llena de camarones. Es sabroso el olor. Ella es sabrosa también. Me mira con gusto y mi madre me mete un pellizco cuando le sonrío. Es más mujer que cualquier mujer, me dijo el otro día el carnicero. Pero mi madre me advirtió la última vez que fuimos al arpón “no te vayas a andar haciendo amigo de ese maricón, porque se pega”. ¿Qué le pasa?, Mona es muchacha, aunque no lo sea. O aunque sea también hombre. Por algo el carnicero la quiere, el tarado de mi tío la adora, y yo la compadezco desde que volvió del hospital.
Esa tarde Mona se había echado sus tragos con algunos clientes. Yo iba a mi casa, cuando la vi salir. No estaba perdida como otras veces. Me saludó sonriendo, y siguió de largo. Todavía me quedé un rato en la cuadra, durante una hora, creo. En eso escuchamos gritos. Fui corriendo a ver. Me pareció extraño encontrar a los teporochos alrededor de una fogata, me acerqué y me llegó un olor a carne quemada. Reconocí entre las llamas el pantalón amarillo de Mona. Con fuerza le jalé el brazo. A penas podía con su peso y otros vinieron a ayudarme. Alguien golpeó mis piernas con un abrigo porque mi pantalón se estaba quemando. Cuando llegó la ambulancia recogieron a Mona que parecía muerta. Tenía un lado del cuerpo achicharrado, en el otro quedó un hilacho de blusa y un pedazo de corpiño que mostraba su pecho plano. Entre sus tetillas vi un tatuaje: una lengua con estrella en la punta y adentro un ojo, pero cerrado.
Resultó que la flaca aquella además de su paisana era flaco, no flaca, las dos salvadoreñas. Se lo dijo el peluquero a la policía. Yo vi llorar al comandante Morales cuando subieron el cuerpo chamuscado. Ahora, aunque tiene feas cicatrices, digan lo que digan los demás, para mí sigue siendo Mona. Un día me voy animar a preguntarle qué quieren decir esos tatuajes.

Araceli Mancilla

VISIÓN EN BUCAREST


Se llamaba Loredana y la conocí hace cuatro años en un burdel de la calle Atocha, en Madrid, al que llegué con Luis Buitrón, otro mexicano perdido en la capital española. En esa ocasión me dijo que su nombre era Estela.
Yo estaba por dejar Madrid. Recuerdo que era diciembre, hacía frío y ésa sería una larga semana de despedida, recorriendo día y noche mis barrios favoritos: Lavapiés, Chamberí, Tribunal, Moncloa y Argüelles. Para que no te olvides de Madrid, decía Luis Buitrón cuando estábamos borrachos. Luego cantábamos el Madrid de Agustín Lara al caminar por Gran Vía en busca de alguna china que vendiera arroz con pollo en la madrugada.
Aquella noche, Luis Buitrón me dijo que no podía marcharme sin visitar a las diosas del amor. Le dije que no tenía dinero suficiente para pagar una chica. Pero él, que tenía dinero pues su padre era un próspero abogado, me dijo que invitaba.
Cerca de las dos de la mañana entramos al edificio número 42, próximo a la plaza de Benavente.
Subimos al cuarto piso, tocamos el timbre rojo y de inmediato nos abrió la puerta una rubia tetona, como de cuarenta años. Era guapa, fumaba un cigarrillo blanco muy largo y vestía sólo una bata roja. Nos hizo pasar con una gran sonrisa que la hizo ver muy bella. La adivinamos rusa por su acento. Estaba descalza. Seguramente alguno de nosotros pensó en escogerla.
El departamento donde se encontraba el burdel era un largo pasillo tapizado de verde, con piso de madera y varias puertas. Se veía limpio y elegante. La mujer, que dijo llamarse Reina, abrió una puerta y nos hizo pasar a una recámara amplia, con vista a la calle, que probablemente había sido la sala en otros tiempos. Dentro había jacuzzi y un pequeño bar que lucía ridículo junto a la cama kingsize que se reflejaba en un espejo casi tan grande, colocado en el techo.
Nos ofreció algo de beber. Le pedimos dos whiskys con agua mineral. Mientras preparaba los tragos nos avisó que en un momento vendrían las chicas. Asentimos imaginándola desnuda en el espejo del techo.
La puerta se abrió y empezaron a desfilar ante nosotros varias mujeres. Se acercaron a saludarnos, nos daban dos besos en la mejilla, decían su nombre y se colocaban en fila, frente a nosotros. Casi todas provenían de Europa del Este, excepto dos morenas que adiviné peruanas. Vestían negligés transparentes, menos una, Loredana, que lucía como cualquier chica normal, con jeans, tenis blancos y un suéter que en letras grandes decía Tommy Hilfiguer.
Ya que Luis Buitrón patrocinaba la visita al burdel, le dejé escoger primero. Ni hablar, me dijo, haciendo tintinear los hielos de su whisky. Tú eres el que se va.
Tal vez fue su apariencia de no-puta lo que me hizo escoger a Loredana por encima de las demás, incluso de Reina, que para entonces ya sabíamos que no sólo era la madame, sino que también se prostituía (Buitrón escogió a Reina sin poder ocultar su satisfacción).
Las demás chicas fueron saliendo del cuarto hasta que quedamos los cuatro. Buitrón sacó la cartera y pagó a Reina por una hora cada uno. Loredana tomó mi mano y me llevó a otro cuarto, menos espacioso y elegante, pero con dos espejos grandes, uno en el techo y otro en la pared, casi al pie de la cama.
Para romper el hielo le pregunté de dónde era. Contestó que de Rumania. Había nacido en Bucarest y acaba de cumplir los mismos años que yo: veinte. Tenía tres meses viviendo en Madrid. Antes estuve en Málaga, dijo con un tono que me pareció triste. Ella me preguntó por mi acento y se sorprendió al saber que era mexicano. Jamás he conocido a un mexicano, dijo. Ni yo a una rumana, le respondí. Mencionó varias telenovelas, especialmente María del Mar, interpretada por Thalía y que veía todos los días en Bucarest.
Mientras se desnudaba, me reprochó que los mariachis siempre lloraran por una mujer. Yo respondí que muchas cosas de México tampoco entendía, pero acepté que alguna vez había llorado por una mujer. Le comenté que vivía en Madrid desde hacía dos años y que regresaba a México el siguiente domingo. ¿A qué te dedicas?, me preguntó. Soy estudiante, dije algo apenado, porque eso era aceptar que vivía de mis padres. Recordé que había estado más tiempo en la calle que en las aulas. No quise ser como esos hombres que usan a las prostitutas para confesarse, así que le dije que Rumania me sonaba a Transilvania, Drácula y a dos escritores. Insistió en que le dijera sus nombres. Uno se llama Tristán Tzara y el otro Emile Ciorán, le dije. No los conozco, pero han de ser importantes para que un mexicano hable de ellos, respondió mientras se subía a la cama y dejaba ver el movimiento de su cuerpo delgado y firme. Entonces me acordé de un programa deportivo donde mencionaron que Nadia Comaneci, la famosa gimnasta del 10 olímpico, era de Rumania. Te pareces a Nadia Comaneci, le dije. Ella, que estaba muy cerca de mí, sonrió. Nadia es una mujer muy bella, en Rumania la nombraron Héroe Socialista del Trabajo muy joven, ¿sabes?, pero huyó a los Estados Unidos cuando la Revolución. Sus ojos se ensombrecieron. No lo sabía, le dije. La verdad era que no sabía de qué revolución hablaba. Le toqué la mejilla y la atraje hacia mí.
Hicimos el amor dos veces. Su piel suave me impedía apartar mis manos de su cuerpo. El color miel de sus ojos, de apariencia sumisa, atrapaban mi atención. Toda ella olía discretamente a talco. Eres muy hermosa, le dije. Ella sonrió, fue hacia su bolsa y sacó dos cigarrillos. Me ofreció uno. Fumamos en silencio.
¿Por qué me escogiste?, me preguntó al cabo de unos minutos. Había chicas más guapas que yo, más tetonas, dijo apretando sus senos. A los hombres les gustan tetonas y nalgonas, les gustan guarras, eso lo sé, dijo. Algunas veces, le respondí. Te escogí porque me gustó que no te vieras tan puta, sobre todo que fueras casi de mi edad, le dije dando una calada al cigarro. Ella se subió en mí y me dio un beso en la boca. Nos queda media hora, dijo, viéndome a los ojos y acariciando mi pene. El efecto del whisky y la cerveza habían acabado con cualquier resabio de fuerza. Vamos a esperar, le dije. Su cigarrillo estaba por terminarse. Te ves cansado, dijo. No pude reprimir una risa. Le conté que a parte de estar con ella, había gastado mi energía en algunos bares. Algo dije sobre la noche en Madrid. ¿Sales mucho en la noche?, preguntó. En Madrid creo que la noche no existe, es decir, nadie duerme, puedes salir a caminar a las cuatro de la mañana y encontrarás gente saliendo de cualquier esquina, contesté. Me gustaría salir una noche en Madrid, hace demasiado tiempo que no me divierto, dijo. Le pregunté si descansaba algún día de la semana. Sí, dijo, los viernes. Yo continuaba sintiéndome sin fuerzas, por eso le pregunté dónde vivía. Me contó que tenía poco tiempo de haberse cambiado con una peruana que también trabajaba en el burdel, en un departamento al sur de Madrid. Vivían con ellas otra peruana que trabajaba en un locutorio. Antes vivía con unas rumanas, pero una de ellas me robó. Loredana refirió que un día, al regresar del trabajo, encontró todas sus cosas revueltas, algunas prendas suyas habían desaparecido. Les reclamé pero una, llamada Rina, que tenía tatuada la espalda, se puso muy violenta, sacó una navaja y mejor decidí irme. No estoy aquí para terminar acuchillada, dijo. Entre nosotras hay muchas que nacieron para ser putas, yo no. Esto, dijo tocando la cama, es pasajero. Por eso me llamo Estela. En cierta forma, sigo el rastro que voy dejando. Loredana, la verdadera Loredana que trabajaba como telefonista en Bucarest, esa está más adelante y muy pronto la alcanzaré, dijo.
Tocaron a la puerta. El tiempo se había terminado. Loredana me besó y luego me dijo que yo había sido el cliente más simpático con el que había estado. No le creí, pero de todas formas, y sin meditarlo, le di mi número de teléfono. Yo me voy el domingo, por si quieres marcarme el viernes, te puedo llevar a conocer otro Madrid, le dije por decir algo, sintiéndome ingenuo. Acaricié por última vez sus nalgas. Ella volvió a sonreír y me dedicó una mirada luminosa. Nos vestimos rápido.
Al despedirse dijo que tal vez me hablaría. Luego desapareció en una puerta al fondo del pasillo. Pensé que no la volvería a ver. Reina, la rubia madura que se había tirado Buitrón, me dijo que mi amigo tenía cinco minutos esperando afuera. Salí.
Pasaron dos noches en que terminé borracho en la sala del departamento que Luis Buitrón tenía cerca de la estación del metro Marqués de Vadillo. El departamento tenía vista al río Manzanares y a la Puerta de Toledo. A lado del edificio, había un bar donde recuperábamos las fuerzas y empezábamos el día. Yo únicamente regresaba a tomar un baño y a cambiarme de ropa al departamento de Ríos Rosas, en Chamberí, donde rentaba un cuarto minúsculo. El sábado en la tarde, el casero –un argentino desgarbado y de cabello blanco- me regresaría el depósito, con lo que pensaba comprar algunos recuerdos para la familia antes de tomar el avión.
El jueves al medio día, el teléfono comenzó a sonar. Era un número desconocido. ¿Diga?, dije. Hola, soy Loredana, ¿recuerdas? Claro, le dije, ¿cómo estás? Por dentro mi mente viajó a esa noche y a su cuerpo desnudo. Bien, te hablo para ver si salíamos, dijo. Aunque su acento rumano todavía era fuerte, se escuchaba como si temiera desde antes mi rechazo, mi olvido.
Quedamos en vernos al día siguiente, viernes a las seis de la tarde, en la Puerta del Sol, justamente en la estatua del oso y el madroño. Vale, ahí nos vemos, dijo y luego colgó.
Más tarde, picando tapas de jamón serrano y morcilla, junto a una caña de cerveza en el Museo del Jamón de Puerta del Sol, Luis Buitrón me felicitó como si fuera un triunfo. Yo le respondí que faltaba concretarse. Ciertamente, en mi mente había comenzado a dibujar los sucesos que podrían pasar al día siguiente.
Llegué puntual a la cita. La calle del Carmen, como era habitual, estaba llena de gente. Se escuchaba la música de unos violinistas que tocaban perdidos en la multitud. Me paré bajo la estatua viendo hacia el kilómetro cero.
Apareció quince minutos después de la seis, con una minifalda negra que combinaba con todo su atuendo; usaba unas botas de punta que resaltaban sus piernas. Llevaba encima un abrigo. Desde lejos me era difícil creer que trabajara en un burdel. Loredana se había pintado ligeramente los labios y eso la hacía ver más hermosa. Se disculpó por llegar unos minutos tarde, pero el autobús de su barrio que la dejaba en la estación del metro se había retrasado. ¿A dónde me vas a llevar?, preguntó. Le propuse caminar hacia Fuencarral y doblar en la calle de Palma, donde conocía un lugar agradable. Ella me tomó del brazo y sonrió. Yo también sonreí. Nunca había caminado de la mano de una mujer en el centro de Madrid. Todas mis aventuras se circunscribían al territorio efímero de la noche; a veces intermitentes, de las semanas. Y así me sentía bien.
En el trayecto platicamos del mar de gente que se movía a nuestro alrededor. Coincidimos en que Gran Vía era fantástica por su vitalidad. Dos o tres veces, en Fuencarral, ella se detuvo a ver algunos aparadores. En el reflejo de uno de ellos, me vi a su lado y pensé que parecíamos una pareja normal. La palabra resonó como un eco que lentamente se apagaba.
Nos sentamos junto a una ventana del café, donde veíamos la calle y la luz amarilla de los faroles.
Saqué los cigarrillos y le invité uno. Ahora me toca a mí, le dije. Ella sonrió. Le dije que me gustaba su sonrisa. Me preguntó sobre mi vida en México y yo me solté a darle un repaso de mi biografía, le hablé de mis aspiraciones de escritor, que no tenía muy claro porqué regresaba a México, pero creía que en ese momento era lo mejor. Mucha gente que me importaba dependía de eso. Ella me escuchaba atenta, riéndose de mis anécdotas. Creo que ya he dicho suficiente, le dije, ahora cuéntame algo de ti. Le dio varias caladas al cigarro. Su rostro se ensombreció como si recordar su vida necesariamente la llevara a sumergirse en la oscuridad.
Loredana había nacido en un hospital cercano a la plaza donde su padre moriría cinco años después, el 22 de diciembre de 1989, abatido por francotiradores del régimen de Nicolae Ceausescu, quien después de las revueltas que inundaron al país, terminaría sus días fusilado junto a su esposa en el pueblo de Targoviste. Actualmente, en recuerdo de los que murieron, dijo, se alza el monumento a los mártires de la Revolución Rumana en Bucarest. Varias veces fui con mi madre a dejar flores.
Antes de la muerte del padre, quien trabajaba como mesero en la terraza del Corro Militar Nacional de Bucarest, y gracias a las propinas de los altos mandos militares, la familia vivía modestamente. Su madre se dedicaba a cuidar la casa. Sobrellevaban sin pretensiones la vida durante la época comunista.
La ausencia del padre forzó que la madre buscara trabajo en una fábrica textil. Loredana, a los cinco años y con su madre ocupada la mayoría del tiempo, sin familiares cercanos pues todos vivían en la región de Cluj, al norte del país, debió hacerse cargo de Eugenia, su hermana pequeña. Esos años fueron difíciles.
Al año, su madre sostuvo una relación con un buen hombre llamado Mircea, que se desempeñaba como auxiliar de un diputado en el parlamento. Jamás le dijo a su madre que meses después descubrió a Mircea paseándose de la mano junto a una mujer y tres niños en la avenida Kisseleff, la más bella de Bucarest. Loredana supuso, entonces, que su madre era la amante de Mircea. Y algunas ideas sobre la vida, de lo que la gente hace para sobrevivir, fueron cambiando en ella.
Sin embargo lograron salir adelante. Loredana intentó, como hija que fue testigo de los esfuerzos maternos, distinguirse en sus calificaciones. Durante la preparatoria se inscribió en una carrera técnica, llamada secretariado computacional, la cual en dos años le permitía trabajar en alguna oficina de las grandes empresas que fueron instalándose en Rumania a la caída del comunismo. Su madre le pidió que continuara los estudios universitarios, pero Loredana se negó. Le dijo que deseaba trabajar para ganar el dinero suficiente, y lo más rápido posible, para mantenerla y cambiarse a un barrio donde no existieran los recuerdos.
En ese tiempo, a sus diecisiete años, mantenía relación con un chico llamado Constantin, de cabello oscuro y ojos verdes, algo bruto, según ella, pero por quien se sentía enamorada. Varias veces hablaron de casarse, y lo hubieran hecho sino fuera porque Constantin se fue a Italia a ganar dinero como obrero en la construcción. Quedaron en seguir la relación, pero él no volvió a llamar.
Al terminar la carrera técnica, Loredana consiguió a sus 17 años, y gracias a su buen aprovechamiento, un puesto como telefonista en una empresa trasnacional alemana. Hubiera deseado más, pero en esa época, finales del 2000, los puestos como secretarias en Bucarest estaban ocupados.
Eugenia, la hermana de Loredana, dos años menor, se había casado un mes atrás con un mecánico. La boda fue sencilla. Al ver que su hermana pequeña viviría siempre en el barrio triste donde habían nacido, Loredana comprendió que debía irse de Bucarest. No deseaba terminar ahí. Sus deseos eran salir de Rumania.
En su trabajo como telefonista algunas compañeras platicaban continuamente de la oportunidad de marcharse a otro país de Europa. En ese momento la oportunidad estaba en Italia. Loredana comenzó a preguntar. A los pocos días supo por una compañera del trabajo de un contacto que aseguraba trabajo en Roma.
Ahorró durante un año. Al cumplir dieciocho años pidió un pequeño préstamo al banco, fácilmente pagable, y vio que le alcanzaba para conseguir la visa de turista a Italia. Pocos meses después se despidió de su madre y su hermana, quien ya estaba embarazada, y viajó a Roma.
Pero en Roma, el contacto sólo pudo conseguirle hacer la limpieza de los pasillos de un hotel cercano a la Fontana di Trevi. La paga era un poco más de lo que ganaba como telefonista en Rumania, pero el trabajo, dijo, era una mierda. Lo que más le gustó de los cinco meses que duró en el empleo, fueron sus paseos diarios en el centro de Roma antes de regresar al cuartucho donde vivía.
Fue en una fiesta de rumanos donde conoció a Luca Goga, un hombre de cuarenta y tantos años, gordo y con apariencia de mafioso, pero muy alegre, quien al enterarse de su descontento con su empleo y de los estudios de Loredana, le ofreció trabajar en Málaga como secretaria en un hotel de gran turismo. Loredana era consciente de su belleza y tomó el ofrecimiento como presunción del tipo hacia ella. Pero al pasar los días, preguntó a una rumana que había visto en la fiesta y ella le dijo que ciertamente, Luca Goga era un tipo muy poderoso y rico, en quien se podía confiar. Consiguió el teléfono de Luca y le llamó una tarde al salir del trabajo. Luca Goga se alegró, le dijo que la compañía que dirigía el hotel pagaría los gastos de transporte y de estancia hasta que ella ganara su primer sueldo, el cual, era muy superior. Sólo debía acercarse a él para entregarle su pasaporte y tomar sus datos. No sabía que en Málaga me convertiría en una puta, dijo Loredana con rencor.
Para entonces ya habíamos destapado una botella de vino.
Llegué a Málaga una mañana, tenía diecinueve años y quería disfrutar de la playa, de la vida, dijo dando un trago al vino. Antes de aterrizar ya había hecho planes de lo que haría con mi primer sueldo.
Sin embargo, al final del día descubrí el propósito de mi trabajo. Luca Goga, bonachón y dicharachero, saco la personalidad mafiosa y me dejó encerrada junto a otras cinco chicas, en una casa a las afueras de Málaga, bajo el cuidado de tres tipos con aspecto de ex militares.
Uno de estos hombres, Mihai, la violaría más tarde por órdenes de Luca, al negarse Loredana a prostituirse para pagar la deuda, que entonces, le debía a Luca Goga por haberla traído a España.
Su violación fue brutal; ninguna parte de su cuerpo quedó intacta. Cuando Mihai terminó con ella, Luca Goga entró a la recámara sonriente, con un puro en la boca, diciendo que de no pagar la deuda terminaría ahogada en el mar. La amenaza no hubiera surgido efecto, y tal vez ella estaría muerta, sino fuera porque Luca Goga nombró la calle en Bucarest donde vivían su madre y su hermana.
Las primera veces que se prostituyó, Loredana quedaba tendida en la cama, como si las fuerzas la abandonaran. Cerraba los ojos y pretendía no hacer caso a los gemidos ni a las embestidas que cada noche se embarraban en su piel.
Un año después, Loredana había aceptado su condición. Hablaba cada mes a Bucarest, siempre no más de cinco minutos y colgaba disculpándose con su madre o su hermana porque la llamaban del trabajo. Ahí empezó a drogarse con cocaína. Esto la llevó a conocer a Miguel, un madrileño de treinta y cinco años, cocainómano con figura de torero, quien representaba a una compañía de trajes de baño que lo llevaba a recorrer temporalmente la Costa del Sol. Él fue quien le prometió llevarla a Madrid y conseguirle un trabajo decente. Loredana no hacía mucho caso de las promesas, así que consideró a Miguel como un cliente que se había encariñado de ella.
El día de su cumpleaños número veinte, Luca Goga le dio la noticia de que había pagado su deuda. Le dijo, con la mejor cara de esa fiesta donde lo conoció en Roma, dos años atrás, que podía marcharse. Sólo le recordó que estaba de ilegal en España, y que de ir a la policía, ni siquiera se daría cuenta de estar muerta.
Loredana trabajó una semana más en el burdel. Dispuesta a no dejarse vencer por lo que había pasado, abandonó la casa donde vivían las demás chicas y lo primero que hizo fue llamar de un teléfono público a Miguel, quien para entonces, y después de varias visitas, le había dejado sus datos en Madrid.
Esa misma noche Loredana compró el boleto de autobús que la llevaría a la capital de España. Al ver por la ventana que las casas blancas de Málaga iban quedando atrás, pudo dormir tranquilamente en el asiento.
Vivió con Miguel durante un mes en un lujoso departamento al norte de Madrid, cercano a la estación de tren. Sin embargo Loredana descubrió que el temperamento de Miguel variaba: de jovial representante de una compañía de trajes de baño, se convertía en un adicto con figura de torero que algunas noches encontraba en ella el motivo de su angustia.
Algunas noches, Miguel, cansado de cachetearla, le pedía disculpas para luego sodomizarla por la fuerza. Lo hubiera abandonado antes, pero creí que de un día a otro me daría la noticia de mi empleo y entonces podría vivir por mi cuenta.
Pero comenzó a sospechar que Miguel no hacía, ni haría lo suficiente para convencer a sus amistades de dar trabajo a una ilegal. Después de las golpizas dudé que Miguel tuviera amigos, dijo. Pero luego pensé en Luca Goga, mil veces peor que Miguel, quien tenía amigos, incluso familia. Y entonces comprendí que Miguel jamás me conseguiría trabajo.
Cierta tarde, Loredana salió a caminar a un parque cercano. Casualmente vio a una chica rubia que se parecía a una compañera del burdel de Málaga. La chica la vio y ante su sorpresa, la saludó. Era Nicoleta Barbu, de la región de Moldavia quien había llegado al burdel también bajo engaños. Con el tiempo se volvieron amigas.
Se saludaron y en esa banca se contaron lo que había sido de ellas. Ahí fue cuando se enteró que Nicoleta trabajaba en el burdel de la Reina, una madame rusa protectora de sus chicas. No había malos trato ni amenazas como con Luca Goga. Ahí se trabajaba por gusto y la tarifa se repartía en un sesenta por ciento para Reina y el resto para ellas. Nicoleta le anotó el número de la Reina por si necesitaba trabajo. También le dio su número de teléfono y se despidieron; Nicoleta trabajaba medio tiempo en un table-dance cercano a Nuevos Ministerios y se le hacía tarde.
Loredana se quedó en la banca pensando si volvería a prostituirse. Regresó al departamento. Miguel no volvería hasta dentro de una semana; se había marchado de viaje de negocios a recorrer la Costa del Sol.
Esa noche no pudo dormir. Llamar a Reina era volver a la prostitución, algo que ella se había prometido dejar.
La mañana siguiente marcó nerviosa el número de Reina. Ella le contestó afable, le hizo algunas preguntas y le dijo que se presentara esa misma tarde; si no estaba enferma, que se considerara contratada. Le hacía falta una chica. Sobre el hospedaje, le dijo que no se preocupara, ella podría conseguirle algún lugar.
Loredana empacó sus cosas y le dejó una nota a Miguel donde sólo se leía la palabra gracias. Creo que fue demasiado para las cabronerías que me hizo, pero algunos días fue bueno conmigo, dijo. Así comenzó a trabajar otra vez en la prostitución. Pero espero dejarlo pronto. Junto algo de dinero y me regreso para siempre a Rumania, dijo.

Habían dado las diez de la noche. En nuestra mesa quedaban dos botellas vacías de vino, y tanto Loredana como yo estábamos un poco borrachos. Pagamos la cuenta. En la calle, a unos metros del café, comenzamos a besarnos. Me pidió que la llevara a un lugar donde sólo estuviéramos los dos. Caminamos hacia la calle de San Bernardo y ahí paré un taxi. Le dije al conductor que me llevara a Rios Rosas 201, a mi cuartucho de estudiante.
En la mañana, cuando desperté, Loredana se estaba vistiendo. Le dije que la acompañaría hasta su casa, pero se negó. Sólo logré convencerla de que me dejara ir con ella hasta la estación del metro. Ahí nos volvimos a besar. Me dijo que había sido la mejor noche desde su llegada a Roma. Entre las cosas absurdas que le di, estuvo mi dirección en Oaxaca. Sabía que jamás tendría una respuesta pero no me importó. Le di también mi correo electrónico.
Se subió al vagón y me dedicó una sonrisa. La vi alejarse hacia el túnel oscuro.
Cuatro años después, cumplidos mis deberes en México, junté mis ahorros y me volví a Europa. Pude colocarme como traductor en el Parlamento Europeo, trabajo que me tenía viviendo entre Bruselas y Estrasburgo, viajando continuamente a otros países.
Durante un viaje a Bucarest, donde se pactaría la entrada de Rumania a la Unión Europea, aproveché un descanso en las reuniones para sentarme junto a otros colegas en un café de la avenida Kisseleff.
Mientras platicábamos, la gente pasaba de un lado a otro cerca de nuestra mesa. Repentinamente volví a ver a Loredana, reconocí sus ojos miel entre los de otra gente. Grité su nombre, y ante la sorpresa de los colegas, me paré a buscarla. No la encontré. Sólo vi su estela. Espero que haya podido alcanzarse.

04/Julio/2008 por Víctor Quintas

















lunes, 14 de julio de 2008

Tauromaquia


Pienso que la humedad de tu boca es proporcional a la de tu vagina, por eso cada vez que te beso me dan ganas de bajar mis manos. Cuando caminas con tu blusa roja, sin sostén, un instinto taurino se lleva mis impulsos racionales, quiero embestirte, frotarte.

A una hora incierta del día, exhausto y tratando de dormir un poco, me pregunto si no te cansas de tenerme dentro de ti, si no te agobia mi peso, mi barba, mi pelo, mi hedor y mi barriga (no sé si crees que cumples una pena o que soy esa parte no resuelta de tu padre). La cuestión es que tu cuerpo despierta todas las horas o hace de las horas una revolución de aleteos.
Me molesta que te vistas y tenga que dejar de verte desnuda, me molesta que te pintes la cara, esa actitud evasiva: dar un rostro desfigurado por el puro afán de ser aceptada. Me molesta y por eso te lamo el rostro, te desnudo de nuevo y las horas vuelven a abrir los ojos y tú las piernas.
Hay algo que no sabes y debo decírtelo: cada vez que tu boca se acerca a mis horizontes y acostado veo tu cabeza haciendo movimientos sutiles, me das ternura y quiero besarte, las sensaciones de mi pene me abandonan y me quedo creyendo que soy un vagabundo que recibe tu caridad, le pido limosna a tus pechos y a tus manos.

No sé que hacer conmigo mientras tú estás arriba de mí y me follas y me hablas. Te creo todo en esa posición, si tuviera dinero probablemente me extorsionarías o yo te diría jadeante: pídeme lo que quieras. Afortunadamente no es así y decidí pagar con mutismo el placer que me das. He llegado a pensar que me tratas a mí y a mi pene como entes distintos. He oído cómo lo mimas, cómo has gastado el tiempo leyéndole pasajes del Quijote y mientras yo me quedaba como estúpido escuchando, esperando por un beso que me hiciera pensar en tu vagina.

Otra de las cosas que disfruto contigo es desnudarte mientras escuchamos música. Ahora que lo pienso, escuchar Playground Love es como quitarte el sostén con los dientes y después lamer algún punto preciso de tu cuerpo. Me cuesta trabajo entender que tengas orgasmos escuchando a Silvio Rodríguez. Se me hace difícil estar erecto mientras una voz aguda le canta a la revolución; pero no importa, trato de pegar mi oído a tus jadeos y así me olvido de cualquier mierda que por error o complacencia estemos escuchando.

-¿Quieres volver a coger? –iniciaste.
-Me incomoda que digas coger.
-Cuando te digo coger es que estoy caliente…
Cuando dijiste eso entendí que entre tú y yo había una relación parcialmente racional y plenamente animal. Ahora entiendo la vez que me pediste que te hiciera el amor después de ir a correr y sin usar desodorante. Tú y yo éramos dos animales caseros con rabia.
¿Ahora qué somos?
Lo mejor de ti es que nunca me pides explicación alguna, ni siquiera cuando eyaculo pronto y me voy sin decir una palabra y sin pagar el cuarto. Eres realmente bella cuando te atreves a coger conmigo en la cocina de la casa de tus padres y me pides que te sirva vino o cerveza. Estoy casi seguro que te amo desde que nos acabamos el alcohol de tus padres.
Eres la única persona que me pide beber, me incitas abiertamente, no lo entiendo, no he llegado a descifrar tu instinto de seductora etílica; presiento que me domesticas, que me embruteces para hacer y decir idioteces que no nacen de mí.
Muchas noches he bebido contigo hasta ser otro y tú excitada me tiras, me desnudas, te llevas los pocos grados de conciencia que me quedan; hay en ti una perversión por los andrajos: en el escritorio de tu oficina, guardado en el cajón, hay una foto en la que aparezco desnudo y ebrio (¿para qué la guardas?), me has dicho que te gusta tenerme así: desnudo y sin secretos.
Debo dejar de escribir después de hacer el amor contigo, ya es tarde y me da por querer explicar las cosas.

domingo, 13 de julio de 2008

Primer post


Guilermo Fadanelli, junto con Leonardo Da Jandra, han abierto un taller literario en el Centro de las Artes de San Agustín, para que jóvenes oaxaqueños se inicien en el mundo de la narrativa o bien, perfeccionen su oficio de escribanos.
Este es el primer post, de un blog grupal donde los talleristas publicarán sus trabajos.
Sea bienvenido querido lector.